En las tierras peruanas, tenemos muchas tradiciones ancestrales desde los días del Tahuantinsuyo, la medicina tradicional ha perdurado como un factor importante de la atención primaria de salud. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), más del 80% de la población mundial recurre rutinariamente a la medicina tradicional, siendo las plantas medicinales un recurso esencial para satisfacer diversas necesidades de salud.
Las estadísticas revelan que un amplio porcentaje de la población emplea tratamientos tradicionales basados en extractos de plantas o sus principios activos. Las dolencias más comunes abordadas con estas prácticas son las fiebres, procesos inflamatorios, contusiones y problemas digestivos, entre otros.
La fiebre, caracterizada por un aumento en la temperatura corporal que supera los 37 °C, es un indicativo del organismo sobre posibles alteraciones, generalmente asociadas a infecciones o la presencia de virus. Desde tiempos inmemorables, la humanidad ha recurrido a remedios naturales, siendo las plantas medicinales el recurso principal para tratar la fiebre y otras dolencias.
En el contexto peruano, tanto los pueblos andinos como los amazónicos heredaron y mantienen el conocimiento de las propiedades curativas de diversas plantas. La costa, la sierra y la selva, en su diversidad geográfica, albergan una amplia variedad de especies vegetales con propiedades medicinales. Este repertorio es un tesoro para la medicina tradicional, y cada región contribuye con su propia gama de plantas beneficiosas.
El Perú destaca como uno de los países con mayor diversidad de flora en el mundo, albergando aproximadamente 25 mil especies únicas, de las cuales 1,400 poseen propiedades medicinales. Entre estas, 823 se destacan por sus propiedades antipiréticas, siendo valiosas aliadas en el tratamiento de la fiebre. La ciencia, poco a poco, va desentrañando los secretos curativos de estas plantas, contribuyendo a una comprensión más profunda de la riqueza botánica que define la salud tradicional en estas tierras.
En las tierras de América del Sur, específicamente en Perú, Colombia, Ecuador y Venezuela, se alza majestuosa la Quina, también conocida como la “Cáscara Sagrada”. Con una altura que puede llegar hasta los 10 metros, su corteza rugosa, hojas angostas, flores verdes y diminutas semillas encierran propiedades que la convierten en una planta “sagrada”, utilizada ancestralmente para prevenir y combatir diversos malestares.
En tiempos antiguos, la fiebre, síntoma común en muchas enfermedades, era enfrentada con vegetales que poseían propiedades antipiréticos. El cronista Inca Garcilaso de la Vega relata el uso de la infusión de paico, especialmente efectiva contra la fiebre, evidenciado durante la enfermedad del inca Atahualpa mientras estaba preso en Cajamarca.
La denominada Quina, científicamente conocida como Cinchona officinalis y perteneciente a la familia de las Rubiáceas, es originaria de estas tierras suramericanas. Su nombre resuena en crónicas históricas, donde el padre Cobo menciona el uso de la corteza del árbol de la quina, también llamado “árbol de las calenturas”, cascarilla o corteza peruana, para combatir la fiebre. El padre Cobo también alude a otras plantas como chuquicanlla y chilco, utilizadas en infusiones y baños para tratar el mismo malestar.
Nicolás Monardes, médico y botánico español, añade a la lista de remedios la infusión de semillas de un árbol llamado vilca y la raíz de zarzaparrilla, esta última no solo como antipirético, sino también con propiedades diuréticas y antisifilíticas.
En el reino vegetal, los sauces, pertenecientes al género Salix, emergen como portadores de salicina, un precursor del ácido acetilsalicílico. Esta sustancia, además de poseer propiedades analgésicas, presenta cualidades antipiréticas, reduciendo la fiebre. Su uso persiste en algunos lugares como alternativa a la quina (Cinchona pubescens), cuyo alcaloide quinina es históricamente empleado en el tratamiento de la malaria y otras fiebres. La historia de estas plantas, en la medicina tradicional, continúa siendo narrada a través de los tiempos, revelando los tesoros curativos que la naturaleza brinda.
En el antiguo Imperio Inca, la salud estaba en manos de una variada casta de médicos, quienes no solo curaban a los enfermos con hierbas y productos naturales, sino que también oficiaban ceremonias de sanación. Entre ellos, destacaban los ‘ichuris’, médicos-curanderos que compartían sus habilidades con la población. Para los habitantes comunes, los ‘Comascas’ eran los encargados de velar por su bienestar, mientras que la nobleza inca confiaba en los servicios de los ‘Amaucas’.
El Watuk, con su habilidad diagnóstica, evaluaba enfermedades y estilos de vida. El Hanpeq, especie de chamán, desplegaba sus artes curativas en ceremonias religiosas. El Paqo se ocupaba de curar el alma, creyendo que el corazón albergaba este elemento vital. El Sancoyoc, sacerdote cirujano, intervenía en casos de extremidades rotas, abcesos y problemas dentales. El Hampi Camayoc, químico del estado inca, salvaguardaba los recursos médicos naturales, mientras que el Collahuaya proveía plantas medicinales y amuletos para fortalecer la salud.
El escritor peruano Ricardo Palma narra que el indio Pedro de Leyva, padeciendo un cuadro de fiebres, se acercó a beber agua de un remanso donde crecían raíces de quina, así se alivió. Fue entonces que la esposa del virrey del Perú, la condesa de Chinchón, enfermó y presentó los mismos síntomas. El virrey, para comprobar que esta mágica infusión funcionaba, mandó a que un poblador la pruebe antes que su esposa.
Al ver que no tuvo efectos mortales, decidió dársela a su esposa para que mejore. Fue así que al cabo de un tiempo, tras la continua toma del agua de quina, la condesa de Chinchón se curó y dejó de presentar estas fiebres recurrentes. Por eso ella mandó a preparar grandes cantidades de corteza molida para repartir gratuitamente entre los pobladores. Así, el remedio se conoció con el nombre “Los polvos de la condesa de Chinchón”.
Además de las propiedades medicinales para combatir la malaria hace muchos años, posee un valor ambiental y forestal dado que contribuye a la mitigación de gases de efectos invernaderos, también regulan el ciclo de hidrológico y climático, lo que permite la preservación de cabeceras de cuenca y de recuperar los ecosistemas de montaña.
El árbol de quina fue sobreexplotado quedando casi extinto, es por ello que el Paralelamente, el INIA , como parte del Plan Bicentenario del Perú rumbo al 2021, viene trabajando la producción genética de 20,000 plantones adicionales con la finalidad de preservar la especie.