Una leyenda cuenta que, cuando Galileo las vio por primera vez, pensó que su telescopio se había roto.
Allí, en la superficie refulgente del Sol, había unas manchas oscuras. Pero por más que limpió y cambió las lentes, los puntos seguían allí.
En realidad, los chinos ya lo habían notado muchos siglos antes: en el IV a.C., cuando el visionario astrónomo Kan Te confeccionó su primer «catálogo estelar» daba cuenta de aquellos diminutos círculos oscuros que, pensó entonces, eran señal de malos augurios.
Con el tiempo, tanto Galileo como Kan Te se dieron cuenta de algo: las manchas aparecían, crecían y desparecían.
Desde entonces, los ciclos solares, los periodos en los que se registra una mayor o menor actividad en nuestra estrella y se aprecian o se dejan de ver las manchas, han sido uno de los grandes misterios de la astronomía.
Una de las incógnitas que más ha inquietado desde que se descubrieron es por qué, pese a que los ciclos pueden ser más o menos intensos, siempre siguen un patrón que suele tardar 22 años.
Ahora, un grupo de científicos del Instituto Max Planck para la Investigación del Sistema Solar (MPS, en alemán), la Universidad de Gotinga y la Universidad de Nueva York en Abu Dhabi aseguran haber dado con una de las claves al respecto.
Según el doctor Laurent Gizon, director del MPS, a medida que avanzaron con la investigación se dieron cuenta que todo parecía estar relacionado con lo que sucedía a miles de kilómetros debajo de la superficie de la estrella: una densa capa de plasma caliente, un «flujo plasmático» cuyo movimiento parece estar detrás de los ciclos solares.
Los resultados de la investigación fueron publicados a finales de junio en la revista científica de la Sociedad Max Planck para la Promoción de la Ciencia.