Pilar García recuerda medio en broma que su marido intentó echarle la culpa a ella de la amenaza que sus hijos llevan dentro. Todos, dos chicos y una chica, comparten una variante genética hereditaria que puede provocar un tipo de tumor extremadamente raro. La ciencia demostró que el origen del mal estaba en su marido, pero también que nadie tenía la culpa. La mutación surgió por azar hace, probablemente, muchas décadas. Pilar se plantea también si, de haber sabido que ella o su marido portaban la mutación, hubiese tenido a sus hijos. “Si lo llego a saber no los había tenido”, susurra. “O sí, porque qué habríamos hecho sin estas joyas”, rectifica.
La relación de Pilar con la enfermedad de su familia empezó en 2004, cuando su hijo Juan empezó a tener síntomas difíciles de explicar: dolores abdominales, de cabeza, tensión alta… “No dormía, comía como una lima y estaba como un pirulí”, cuenta Pilar. Durante años peregrinó de médico en médico y de hospital en hospital, sin aceptar las respuestas poco concluyentes de los especialistas que llegaron a recomendar una operación para extirparle el apéndice. “En estos casos, conformarte con la opinión del médico que te toca puede ser un error”, comenta Mercedes Robledo, jefa del Grupo de Cáncer Endocrino Hereditario del CNIO (Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas).
Fue el equipo de Robledo el que en 2008, después del acierto de una endocrina, logró identificar el origen del sufrimiento de Juan y se le pudo extirpar un tumor que había desbocado sus niveles de adrenalina. Tras realizar un estudio genético, se descubrió que además de los dos hermanos, también el padre portaba la misma mutación. En su caso le había provocado un tumor en el cuello del que pudo operarse. Más de una década después, toda la familia está bien, aunque deben realizar un seguimiento anual para intervenir a tiempo si el gen mutado vuelve a generar un tumor.