Trabajo y tecnología han discurrido siempre de la mano. La tecnología es obra del trabajo humano y este ha resultado siempre modelado en sus principales características por la propia tecnología. Hoy está sucediendo nuevamente. Se emplean diferentes denominaciones para nombrar el fenómeno. Cuarta revolución industrial, industria 4.0, economía digital o, por utilizar uno de los más nombrados y reconocidos libros al respecto, second machine age, de Brynjolfsson y McAfee.
Para ellos, la primera gran ola de transformaciones del mundo del trabajo se produjo en la Revolución Industrial, que impactó fundamentalmente sobre los trabajos desarrollados con base en la fuerza física; hoy los avances tecnológicos impactan fundamentalmente sobre los trabajos desarrollados con base en nuestra capacidad intelectual, por lo que estamos, según estos autores, ante la segunda gran ola de transformaciones del mundo del trabajo. En todo caso, cualquiera que sea la denominación que se utilice, el rasgo común que todas quieren significar son los efectos que está produciendo la aplicación de los avances científicos y tecnológicos en los procesos productivos de bienes y servicios.
Un segundo fenómeno acontecido siempre es el temor a las consecuencias que pueden provocar los avances científicos y tecnológicos sobre el empleo. Trabajo y tecnología no siempre han tenido, en efecto, una relación pacífica. Desde los episodios de los primeros machine breakers, en terminología de Hobsbawm, hasta las más recientes movilizaciones de taxistas contra el asentamiento de plataformas digitales como Uber o Cabify, podemos encontrar signos evidentes del temor que producen los avances científicos y tecnológicos por su impacto presumiblemente negativo sobre las cotas de empleo. Más aún, si se hace un repaso de la literatura especializada, los análisis más conocidos y publicitados sobre industria 4.0 o digitalización son precisamente los que tratan de descifrar cuántos y cuáles serán los puestos de trabajo que se perderán a consecuencia de la revolución digital.
Para empezar, el Foro Económico Mundial nos habla de 5,1 millones de empleos netos que desaparecerán entre 2015 y 2020, dado que, aunque la caída de puestos de trabajo alcanzará los 7,1 millones, se crearán en ese mismo periodo de tiempo 2 millones de nuevos empleos. McKinsey mantiene que cerca del 50% de las actuales actividades laborales son susceptibles de automatización y que 6 de cada 10 ocupaciones tienen ya en el presente más del 30% de actividades que pueden ser automatizadas. Finalmente, la OCDE aporta una visión más optimista, cifrando en un 9% el total de los puestos con alto riesgo de automatización en el conjunto de los países de esta organización.
Las dificultades que plantea la revolución tecnológica apenas están presentes en la agenda pública
Por lo que se refiere a España, tenemos también diferentes perspectivas y datos. Con base en la metodología empleada por Frey y Osborne, la Fundación Bruegel ha calculado que el 55,32% de los puestos de trabajo de nuestro país pueden ser automatizados y, por ello, perderse para el trabajo humano. De su lado, el informe de la OCDE presenta los siguientes datos: el 12% de los puestos de trabajo tienen un riesgo de automatización alto, pero el 38% de los puestos de trabajo tienen un riesgo de automatización medio, con lo que nuestra mediana de riesgo de automatización se sitúa en el 35% de los actuales puestos de trabajo. El riesgo más alto de automatización se localiza en relación con los trabajadores que tienen el nivel de cualificación más bajo (un 56% de esos puestos de trabajo están en riesgo de automatización) y respecto de los trabajadores con rentas más bajas (el 25% de los puestos de trabajo en riesgo de automatización corresponden a trabajadores con el percentil más bajo de rentas y el 29% a trabajadores con el segundo percentil más bajo).
Lo anterior nos pone sobre la pista de algunas de las tendencias producidas por el avance de la tecnología que tendrán que integrarse en el debate y la toma de decisiones políticas sobre el presente y el futuro del trabajo. La primera es, naturalmente, el riesgo cierto de pérdida de empleo para algunos sectores de la población trabajadora y qué hacer frente a ello.
La segunda es la necesidad de recualificación de grandes capas de la población para que no pierdan la carrera frente a la tecnología. La tercera, la necesidad de proveer de rentas a las personas que, pese al esfuerzo que pueda hacerse en educación y/o formación, no logren adecuarse a las exigencias del trabajo tecnológico y pierdan su empleo, así como la urgencia de reconsiderar en su conjunto el actual modelo de Seguridad Social.
Y la última, pero no menos importante, el diferente impacto que tiene la tecnología sobre el empleo de la población trabajadora, en función de su cualificación y de sus rentas, que está produciendo una aguda bipolarización o fragmentación del mercado de trabajo y de la sociedad en dos: winners y loosers,por emplear una terminología muy al uso, del avance de la digitalización.
Según la Fundación Bruegel, el 55,32% de los puestos de trabajo de nuestro país pueden ser automatizados
Al lado de estas grandes cuestiones están otras de no menor calado que afectan a los cambios que la revolución tecnológica está produciendo sobre el trabajo y las relaciones laborales. La desfiguración del tiempo y el lugar de trabajo y el borrado de fronteras entre la vida profesional y la vida privada, con instituciones centrales como el teletrabajo o el derecho a la desconexión; el fortalecimiento de los poderes empresariales de organización del trabajo, vigilancia y control del mismo que permite la tecnología y convierte a la empresa en poco menos que un gran hermano digital y cómo ello afecta a los derechos de intimidad y protección de datos de los trabajadores, hoy convertidos en derechos digitales fundamentales; los riesgos para la salud en el trabajo de la intensificación del trabajo con ordenadores, robots e Inteligencia Artificial, que liberan a las personas que trabajan de las ocupaciones más duras y penosas, pero suponen nuevos riesgos físicos como el tecnoestrés, la infoobesidad, la adicción a Internet o el propio impacto emocional que supone que el compañero de trabajo pueda llegar a ser un androide; la segregación y la brecha digital por razón de sexo que pueden estar en ciernes si mujeres y hombres no se forman en igual medida en aquellas disciplinas necesarias para el avance de la ciencia y la tecnología; la necesidad de integrar los algoritmos y la evitación de los sesgos que puede producir su aplicación para la contratación, promoción, medición de la productividad o extinción del contrato de trabajo entre las decisiones empresariales que se someten a información, consulta, participación o negociación colectiva; o la reflexión sobre las figuras germinales de trabajador y empleador, que están siendo cuestionadas por la eclosión de las plataformas digitales.
Las anteriores cuestiones nos interpelan como sociedad, pero apenas están presentes en la agenda pública. Hace tiempo que estamos llamados a una reflexión y toma de postura sobre los derechos, instituciones y garantías que deben estar presentes en la forma de trabajar que produce la revolución tecnológica. ¿No ha llegado ya el momento de que nos pongamos a ello?