Uno se siente tentado de añorar los tiempos más sencillos y optimistas anteriores a Cambridge Analytica, a los atentados terroristas transmitidos por Internet, o a la omnipresente amenaza de los ciberataques contra infraestructuras clave ahora que ya han pasado las celebraciones del 30º aniversario de la creación de la World Wide Web, el 12 de marzo de 1989, por Tim Berners-Lee. En un manifiesto publicado en septiembre de 2018, el propio Berners-Lee reconocía que “a pesar de todo lo bueno que hemos conseguido, la Red se ha convertido en un motor de desigualdad y división bajo la influencia de poderosas fuerzas que la utilizan para sus propios fines oscuros”.
Resulta fácil entender e identificarse con esta nostalgia por la antigua Red de navegadores lentos y páginas burdamente diseñadas, en la que los amos eran los frikis de eBay y no los autómatas impecablemente vestidos de las sucursales de Amazon. Estos sentimientos no hacen sino intensificarse cada día que pasa, a medida que el terreno virtual antes ocupado por los artesanos y los aficionados digitales deja paso a las cuantiosas inversiones de los fondos soberanos y a la mano dura de los Gobiernos (la disputa de Washington con Pekín y sus posibles clientes por el futuro del protocolo de la red 5G es un ejemplo que viene al caso).
Sin que la mayoría de los observadores lo sepan o se den cuenta, lo que en el pasado se denominaba alegremente “ciberespacio” —un ente inmaterial, virtual y efímero— se ha convertido en el sector de la economía que más capital concentra, y cuya cohesión depende de centros de datos, cables submarinos de datos e infraestructuras activadas con sensores, todos ellos de lo más material, que se extienden de punta a punta de nuestras ciudades. De hecho, en 2018, los cuatro gigantes de Internet Google, Facebook, Amazon y Microsoft invirtieron más capital que las cuatro mayores petroleras Shell, Exxon, BP y Chevron, con un total de 77.600 millones de dólares y 71.500 millones de dólares, respectivamente.
Cabe esperar que estas cifras astronómicas convenzan a aquellos que siguen aferrándose a la idea de que la aventura tiene algo de inmaterial, y no digamos ya de virtual. ¿Qué puede haber más material que un sector que invierte más dinero que las petroleras en llevar todos esos servicios aparentemente gratuitos a nuestros dispositivos? Y difícilmente podemos imaginar como algo virtual el impacto ambiental palpable de sus operaciones: gran parte del capital invertido se ha destinado a financiar centros de datos que son grandes consumidores de energía.
Dado el proceso de “colonización” del otrora impoluto ciberespacio por parte de las fuerzas del capital y el poder político, la añoranza de otros tiempos más simples es perdonable. Lo difícil de perdonar son los esfuerzos políticos por devolvernos a esa época imaginaria por medio de astutos trucos legales y tecnológicos.
El manifiesto de Berners-Lee, que dio mucho que hablar al coincidir con el 30º aniversario de la Red, es un buen ejemplo de esta clase de lógica del salvador tecnocrático. Si damos por hecho que los ingenieros nos han defraudado —cómo iban ellos a prever en 1989 el desastre que sería Facebook—, deberían ser ellos también los que vengan a salvarnos. Con este fin, Berners-Lee y la Fundación Web que él preside proponen una innovadora plataforma tecnológica, llamada Solid, para “restaurar” —una palabra clave en la declaración— “el poder y la capacidad de intervención de los individuos en la Red”.
Los detalles técnicos de la solución de Berners-Lee son muchos y no especialmente relevantes. Baste decir que, en teoría, Solid permitirá a los usuarios determinar, entre otras cosas, qué pasará con los datos que generan y quién tendrá acceso a ellos. Por sí misma, la plataforma constituye un refrescante alejamiento del actual modelo caótico en el que las empresas con mayor capacidad extractiva acaban monopolizando el acceso a los datos de los usuarios. A lo mejor contribuye incluso a evitar un futuro desastre como el de Cambridge Analytica.
Vía: elpais.com